Las lluvia golpeaba fuertemente
sobre mi yelmo, en el campo de batalla solo desolación, desolación y muerte. Un
fuerte olor a azufre saturaba el
ambiente haciendo nauseabundo cada segundo que permanecía en aquella ribera. El
color del agua hace mucho tiempo que perdió el rojo de la sangre para teñirse
en azabache. Y lo que en un tiempo fue una hermosa aldea que creció a ambas
orillas del cauce de agua, se había convertido en un cementerio, en una tumba
para los valerosos jóvenes que llevaban ya una semana ininterrumpida de enfrentamientos.
El nexo de unión de la pequeña
villa era un puente majestuoso, de unos doscientos años de antigüedad, cuarenta
metros de largo y por unos cinco de ancho en su tablero. Un tamaño desproporcionado
para aquella aldea, pero creado antaño para el transporte de grano especias y
animales. Hasta hace poco solo era usado por los aldeanos. Hoy reflejaba muerte
y lamento.
(Continua tras el salto)
Me apoyé sobre uno de los
extremos de aquella esplendida construcción, quedando reflejada mi imagen en
las turbias aguas del rio. Pude ver mi armadura abollada, llena de sangre,
golpes y hasta pedazos de carne trabados en ella. El brillo y el dorado se
perdió hace tres noches, cuando mi destacamento llego a aquel infierno. Decliné
mi mirada, no aguantaba ver más esa imagen. Esta se transformó en otra aún peor
si cabe; el reflejo de mis manos, repletas de suciedad y que sujetaban un
mandoble de gran tamaño, impregnado en muerte. Empuñado ahora por una sola
mano; el cansancio hacia mella en mí. Como hastiado, levanté mi mirada al cielo
y el agua empezó a entrar en el yelmo, dándome un único momento de paz en
aquella pesadilla de día. Un rayo y su posterior e inmediato estruendo me
hicieron salir de aquel clímax. Aparté mi cuerpo de la fría piedra y agarré el
mandoble fuertemente con las dos manos. ¡Vamos!
Bajé mi mirada en seco, hacia
adelante. Frente a mí tres hombres de Ricardo, un hombre de gran tamaño y una
larga cabellera, que empuñaba un hacha de gran tamaño. Estaba custodiado por
dos más; de una talla que no superaba a la de una mujer, pero de apariencia
fiera. Su armadura verde los diferencia
claramente respecto al resto de mis soldados, de coraza plateada y esbozos
dorados. A izquierda y derecha varios de ellos estaban enfrascados en sendas
luchas por y para su vida, los motivos del rey ya no importaban; solo querían
llegar en pie al lecho esta noche. Apoyé
la punta del mandoble contra el suelo, lo apreté con fuerza y empecé a correr.
Mi objetivo, flanquear a aquella
bestia. Me desplacé hacia la derecha, y con un firme golpe de espada derribé a
uno de los verdes que se disponía a masacrar a un compañero, avancé hasta el
pequeño muro que limitaba el puente y apoyándome en él, conseguí ganar altura y
golpear de arriba hacia abajo al primero de mis objetivos, quedándome apoyado
sobre mi rodilla. El segundo fue fácil, ya que giré por completo para golpearlo por la espalda y
que este callera tullido, retorciéndose de dolor. Ahora a por el
grandullón.
Sin apenas tiempo para reaccionar
recibí un golpe con su puño sobre mi
testa, que hizo que el casco saliera despedido y un fuerte puntapié me
lanzó a más de seis pies de distancia.
Todo se veía nubloso, la cabeza
me iba a estallar, cuando una sombra se fue formando delante de mis ojos. Me
incliné a izquierda, después a derecha. Sendos hachazos de aquel guerrero de
gran tamaño golpearon sobre el granito que conformaba el tablero del puente,
dejando tras de sí unas chispas que para mí fueron más radiantes que los cohetes del hechicero Romís.
En un último gran esfuerzo; logré
empuñar la daga que tenia guarecida tras el tobillo y fui capaz de colocársela al
gigante en su entrepierna. Los gritos de
aquella bestia parecían emitidos por criaturas del inframundo, asustarían hasta
al más impávido de los seres.
Ante el dolor el soldado de más de dos metros
se derrumbó a cuatro patas en el firme del puente. Agarré el hacha caída tras sus pies; y la levanté al cielo. Al caer el agua, limpió
en parte la sangre que estaba impregnada en el arma y esta, se esparció sobre mi torso. Era su fin. La dejé
caer contra su cogote; ¡¡clac!! Aquél
desagradable lamento cesó de inmediato y el cuerpo se desparramó completamente
contra el granito manchado; tintándolo más aún de un color negruzco.
El día acaba de empezar y la
tormenta amenaza con arreciar cada vez más.
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