sábado, 19 de mayo de 2012

Batalla en el puente


Las lluvia golpeaba fuertemente sobre mi yelmo, en el campo de batalla solo desolación, desolación y muerte. Un fuerte olor a azufre saturaba  el ambiente haciendo nauseabundo cada segundo que permanecía en aquella ribera. El color del agua hace mucho tiempo que perdió el rojo de la sangre para teñirse en azabache. Y lo que en un tiempo fue una hermosa aldea que creció a ambas orillas del cauce de agua, se había convertido en un cementerio, en una tumba para los valerosos jóvenes que llevaban ya una semana ininterrumpida de enfrentamientos.

El nexo de unión de la pequeña villa era un puente majestuoso, de unos doscientos años de antigüedad, cuarenta metros de largo y por unos cinco de ancho en su tablero. Un tamaño desproporcionado para aquella aldea, pero creado antaño para el transporte de grano especias y animales. Hasta hace poco solo era usado por los aldeanos. Hoy reflejaba muerte y lamento.  




(Continua tras el salto)


Me apoyé sobre uno de los extremos de aquella esplendida construcción, quedando reflejada mi imagen en las turbias aguas del rio. Pude ver mi armadura abollada, llena de sangre, golpes y hasta pedazos de carne trabados en ella. El brillo y el dorado se perdió hace tres noches, cuando mi destacamento llego a aquel infierno. Decliné mi mirada, no aguantaba ver más esa imagen. Esta se transformó en otra aún peor si cabe; el reflejo de mis manos, repletas de suciedad y que sujetaban un mandoble de gran tamaño, impregnado en muerte. Empuñado ahora por una sola mano; el cansancio hacia mella en mí. Como hastiado, levanté mi mirada al cielo y el agua empezó a entrar en el yelmo, dándome un único momento de paz en aquella pesadilla de día. Un rayo y su posterior e inmediato estruendo me hicieron salir de aquel clímax. Aparté mi cuerpo de la fría piedra y agarré el mandoble fuertemente con las dos manos.  ¡Vamos!


Bajé mi mirada en seco, hacia adelante. Frente a mí tres hombres de Ricardo, un hombre de gran tamaño y una larga cabellera, que empuñaba un hacha de gran tamaño. Estaba custodiado por dos más; de una talla que no superaba a la de una mujer, pero de apariencia fiera.  Su armadura verde los diferencia claramente respecto al resto de mis soldados, de coraza plateada y esbozos dorados. A izquierda y derecha varios de ellos estaban enfrascados en sendas luchas por y para su vida, los motivos del rey ya no importaban; solo querían llegar en pie al lecho esta noche.  Apoyé la punta del mandoble contra el suelo, lo apreté con fuerza y empecé a correr.


Mi objetivo, flanquear a aquella bestia. Me desplacé hacia la derecha, y con un firme golpe de espada derribé a uno de los verdes que se disponía a masacrar a un compañero, avancé hasta el pequeño muro que limitaba el puente y apoyándome en él, conseguí ganar altura y golpear de arriba hacia abajo al primero de mis objetivos, quedándome apoyado sobre mi rodilla. El segundo fue fácil, ya que giré  por completo para golpearlo por la espalda y que este callera tullido, retorciéndose de dolor. Ahora a por el grandullón. 
Sin apenas tiempo para reaccionar recibí un golpe con su puño sobre mi  testa, que hizo que el casco saliera despedido y un fuerte puntapié me lanzó a más de seis pies de distancia.   

Todo se veía nubloso, la cabeza me iba a estallar, cuando una sombra se fue formando delante de mis ojos. Me incliné a izquierda, después a derecha. Sendos hachazos de aquel guerrero de gran tamaño golpearon sobre el granito que conformaba el tablero del puente, dejando tras de sí unas chispas que para mí fueron  más radiantes que los cohetes del hechicero Romís. En un último gran esfuerzo;  logré empuñar la daga que tenia guarecida tras el tobillo y fui capaz de colocársela al gigante en su entrepierna.   Los gritos de aquella bestia parecían emitidos por criaturas del inframundo, asustarían hasta al más impávido de los seres.

 Ante el dolor el soldado de más de dos metros se derrumbó a cuatro patas en el firme del puente.  Agarré el hacha caída tras sus pies;  y la levanté al cielo. Al caer el agua, limpió en parte la sangre que estaba impregnada en el arma y esta, se  esparció sobre mi torso. Era su fin. La dejé caer contra su cogote;  ¡¡clac!!   Aquél desagradable lamento cesó de inmediato y el cuerpo se desparramó completamente contra el granito manchado; tintándolo más aún de un color negruzco.



El día acaba de empezar y la tormenta amenaza con arreciar cada vez más.

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