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Aparqué el coche a unas dos manzanas de la casa
de Leo. Parecía mentira que hubiera pasado un mes desde que se fue. Dejé mi identificación en el coche, si iba a allanar
una casa, lo último que quería era que me pillasen dentro, y aún peor, que
pudieran identificarme. Le eché un vistazo. Rachel Simmons, veinticuatro años.
La fotografía era horrible. Siempre me acuerdo de aquella rebelde universitaria
cuando la observo. Tantos sueños, tantos anhelos que jamás serán cumplidos.
Pero finalmente di mi brazo a torcer frente a los deseos de mi padre. Ser una
chica de provecho, licenciarte en economía, encontrar un buen puesto de trabajo
y tener una familia. Aquella muchacha inconformista y protestona había
desaparecido. Por suerte aún no había cumplido su último deseo. Una familia. La
idea más cercana de familia que he percibido en mi vida, es a mi madre tomando
una copa de coñac tras otra delante del fuego, mientras mi padre, recostado en
su sillón, leía el periódico antes de ir a trabajar. Nadie decía una palabra,
ni un abrazo, ni un beso, ni una suave caricia. No quiero eso para mí. Me
negaba completamente a ser una infeliz toda mi vida. Tal vez por eso jamás me
había aventurado a tener una relación estable.
Solté un fuerte suspiro, como para terminar de
armarme de valor, salí del coche y me encaminé hacia la casa de Leo.
(Continua tras el salto)