El tiempo en aquellos días pasaba lentamente,
los segundos se convertían en horas y las horas en una eternidad.
A sus 19 años, Sofía había olvidado el tacto
cálido de un abrazo sincero. La cálida
voz de su madre, hacía años que se perdió en un mar de alcohol que consiguió
llevarla a la tumba. Las deudas contraídas en su viaje a España la tenían atada
a Igor, el hijo de puta que regentaba el bar donde cada noche perdía una chispa
de su ser. Promesas de una vida mejor en un nuevo país la habían atado de por
vida, y el miedo a la represión de una mafia brutal conseguían apaciguar sus
ganas de huída.
El séptimo cielo era el nombre del local. Situado a las afueras de Madrid,
acogía con los brazos abiertos a toda
clase de calaña día tras día.
Cada vez que se encendían los neones rosas su
cuerpo se estremecía. Muchas veces prefería cerrar completamente las ventanas
de la habitación que tenía asignada para no enterarse de la apertura del local.
Pero le era imposible, al cabo de un par de días, el simple sonido de los
cebadores alimentando al tubo de neón conseguía revolverle el estomago.
(Continua tras el salto)
Sofía era una chica normal, bajita y de
constitución delgada. Al contrario que la mayoría de las chicas de su país,
Sofía no era de cabello claro, pero si tenía unos preciosos ojos azules que
hacían un conjunto casi angelical en su tez pálida y libre de impurezas, que la
hacían parecer aún parecía una niña. Quizás por eso, era la prefería de
cincuentones borrachos, entrados en
canas y que aún creían ser el Don Juan que toda chica desea tener. No se daban
cuenta que la barriga le tapaba esa
mierda de la que tanto presumían, no se daban cuenta que el olor a pachuli que
desprendían era nauseabundo, no se daban cuenta que los implantes de cabello
eran ridículos. No se daban cuenta que los halagos era en función al grosor de
su cartera, no de su miembro.
Unas pisadas en el suelo embaldosado la
hicieron volver en sí, sabía perfectamente que se trababa de Igor; el sonido
que producían sus zapatos era inconfundible. Era la hora de bajar al infierno.
_ ¡Vamos cielo es hora de menear ese culito!-dijo
él- En cinco minutos te quiero ver en tu sitio.
No contestó. Sofía simplemente abrió el cajón
de la mesita que estaba al lado de su cama e introdujo el dedo meñique en un
pequeño cuenco que contenía algo de coca y se lo llevó a la nariz inspirando
fuertemente. Era la única forma obtener el valor para bajar las escaleras cada noche. Se colocó unos zapatos con un gran tacón,
agarro el pomo de la puerta y lo giró lentamente hasta que se abrió la puerta.
Esta daba a un largo pasillo donde otras habitaciones quedaban a izquierda y
derecha, al final del mismo unas escaleras que bajaban en espiral. Uno a uno
fue bajando los escalones…
La repetitiva música que ponían en el local
la ponía de los nervios; noche tras noche el mismo disco, las mismas canciones
una y otra vez.
La zona de clientes era un espacio
rectangular de unos 150 metros cuadrados, la barra al fondo y varias mesas
salpicadas en un orden no muy claro culminaban un espacio adornado por luces de
poca potencia y pequeños fluorescentes oscurecidos que daban un ambiente raro
al local, en donde a solo unos metros apenas se distinguía claramente el rostro
de una persona. En una de las esquinas
estaba Igor sentado en una mesa, que levantando la mano, llamó la atención de Sofía para que se
acercara. Estaba acompañado de un hombre de poca altura, abundante pelo oscuro
de aspecto grasiento y con unos kilos de más.
_ Te presento a Santos, es un amigo mío, quiero
que lo cuides esta noche como si se tratara de a mí mismo.
Sin más, Igor se levantó de la mesa ofreciéndole
su asiento. Sofía asintió con la cabeza y con una forzada sonrisa tomo el lugar
prestado.
El chico hablaba de su trabajo en la ciudad,
era el responsable de una inmobiliaria, tenía familia y dos hijos. Las cosas le
iban bien a pesar de la crisis en el sector, tenía acuerdos con no se que “politicucho”
de turno que le garantizaban unos buenos ingresos al año… Las copas iban
surgiendo efecto y los toqueteos de San (así quería el imbécil que lo llamaran)
iban a más, hasta que la chica se ofreció a subir con él arriba.
80 Euros solo sexo, 120 completo
Ese era el precio de su vergüenza. Como
expresar la mirada de una mujer al sentir las caricias de aquél desgraciado.
Como poder dar amor a alguien que odias. Como ocultar en tu interior el miedo a
aquella vida. Cada embestida era una daga que la desgarraba y que conseguía
borrar los restos de lo que hace no muchos años era una preciosa muchacha llena
de sueños, llena de esperanza, la misma esperanza que se esfumó no hace mucho,
pero que jamás volvería a llamar a la puerta. El fluido caliente le salpicó todo el pecho
terminando aquella farsa en un instante, consiguiendo que se asqueara a ella
misma por lo que hacía.
No hubo despedidas. El hombre, ya satisfecho,
se levantó dejando el dinero sobre el mueble y a un fantasma en el lecho.
Entonces las lágrimas empezaron a brotar del rostro de Sofía, una tras otra
iban mojando la tela y penetrando en el almohadón. En seco se detuvieron cuando
la chica se levantó de la cama, cerró la puerta con el trinquete y echó mano a
la droga.
Una vez, dos, tres, cuatro veces. Sus pupilas
se dilataban de una forma exagerada y su corazón comenzó a latir con más
fuerza. Alguien llamó a la puerta.
_ ¿Sofía estas ahí?-dijo una de sus
compañeras- ¡Abre la puerta!
Su voz solo la hizo darse más prisa, rebuscó
entre sus cosas hasta que encontró el espejo de mano. Lo sostuvo firmemente bocabajo y lo lanzó contra el suelo haciéndolo pedazos.
Solo un trozo le bastaba para hacerse dos incisiones verticales en ambos
brazos, desde la muñeca hasta casi el codo. Los gritos y golpes en la puerta
cada vez se hacían más fuertes y no paraban de repetir su nombre una y otra vez
pidiéndole que abriera la puerta. Un
chorro de rubíes rojos comenzó a salir de los brazos mutilados de la chica. En
un solo gesto, Sofía cogió el resto de la droga que había en el recipiente y lo
vertió en las heridas para acallar el dolor. Parecía que había alguien golpeando
la puerta, daba voces, era la voz del cabrón de Igor; su tono denotaba enfado.
De sus ya frágiles labios surgió un susurro.
_Podrás obligarme a vivir bajo tu yugo. Podrás
obligarme a hacer todo aquello que tú quieras, podrás quitarme mi vergüenza, mi
ser, mi alma. Pero solo yo elegiré quitarme lo último que me queda. Mi propia
vida.
Por fin el sonido se fue ensordeciendo poco a
poco hasta desaparecer, y el color de
las luces de neón, dio paso a una densa
niebla que oscureció todo a su paso…
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El tiempo en aquellos días pasaba lentamente,
los segundos se convertían en horas y las horas en una eternidad.
A sus 18 años, Adriana había olvidado el tacto
cálido de un abrazo sincero. La cálida
voz de su madre, hacía años que se la llevó una enfermedad. Las deudas contraídas
por su padre la tenían atada a Santi, el hijo de puta que regentaba el bar
donde cada noche perdía una chispa de su ser. Promesas de una vida mejor en un
nuevo país la habían atado de por vida, y el miedo a la represión de una mafia
brutal conseguían apaciguar sus ganas de huída.
El Dorado era el nombre del local. Situado a las afueras de Valencia,
acogía con los brazos abiertos a toda
clase de calaña día tras día…
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